Estoy de nuevo en Kathmandu, sano y salvo tras mi excursión por las tierras del Himalaya de Helambu y Langtang.
Este
es el relato, que una vez más me ha vuelto a quedar un poco largo. Me
cuesta ponerme a escribir, pero una vez en marcha, no puedo parar.
Resulta que el 30 de octubre, a las 7 de la mañana, cogí un rickshaw (o
bicitaxi) para que me llevara a la estación de autobuses de largo
recorrido, al norte de Kathmandu. Mi intención era dirigirme a Dunche o a
Shyaphru Besi, junto a la frontera de Tibet, y comenzar desde ese lugar
el trekking de
Langtang & Helambu.
Pero cuando llegué ya estaban vendidos todos los billetes, así que
me tenía que esperar hasta el día siguiente para hacer el viaje.
El bicitaxista se ofreció a devolverme a mi exhotel, pero yo preferí
pagarle y despedirle para que no me estuviera dando la tabarra. Me senté
un momento y me quedé reflexionando sobre qué hacer. Volví a la
taquilla para asegurarme de que no había posibilidad de comprar ningún
billete y el vendedor solo me dio la opción de viajar en el techo del
autobús, pero no me lo recomendaba porque el viaje duraba casi 10 horas.
Tomé en cuenta la sugerencia y decidí, por una vez, comportarme como un
ser casi racional. Saqué entonces mis anotaciones y pensé en la
posibilidad de hacer el trekking al revés, empezando por el final, en
Sundarajil, un pueblecito en el valle de Kathmandu, a la entrada del
parque nacional de Shivapuri.
Pregunté por dónde coger un autobús que me llevara hasta allí, pero las
informaciones que recibí fueron confusas. Finalmente me puse en la
carretera y pregunté al primer autobús que paró. No entendí nada de lo
que el chico me dijo tras quedarse un momento pensativo, pero finalmente
me indicó que subiera.
Estuve viajando un largo rato alrededor de Kathmandu hasta que me hizo
señas para que me bajara. En aquel momento un señor me hizo señas para
que fuera a su minibús que partió al momento. Un rato después, y sin
saber cómo, ya estaba en Sundarajil.
A las 9h30 comencé el trekking de
Helambu & Langtang con
una fuertísima subida siguiendo las canalizaciones que sacian la sed de
Kathmandu. Y es que el parque de Shivapuri, montañoso y boscoso, al
norte del valle, es el mayor suministro de agua de la capital.
En el parque además hay pueblecitos con tierras de cultivo, casi todas enclavadas en terrazas en las laderas de las montañas.
Cuando
pasé por la segunda aldea, bajo un sol de justicia, paré para quitarme
la rebequita y aproveché para hacer unas fotos a unas niñas que por allí
jugaban. Una anciana aprovechó el momento y me mostró su pié malherido
por si podría curarlo. Saqué mi botiquín y desinfecté y tapé la herida.
Después me enseñó sus manos llenas de ronchas, pero ante eso ya no supe
qué hacer, que no soy enfermero.
Este y todos los días del trekking de Helambu fueron básicamente cuesta
arriba, y es que al comenzar desde el valle, iría cogiendo
constantemente altura hasta llegar a los 5.000 metros del pico Tserko
Ri, en la parte alta del valle de Langtang. Si hubiera hecho el camino
recomendado por todas las guías y todos los señores de sentido común,
habría empezado desde el alto Himalaya para ir descendiendo
progresivamente hasta llegar al valle. Sin embargo, no maldigo mi
suerte, pues el camino del montañero, como el de la vida misma, es el ir
trepando progresivamente hasta llegar a observar el mundo desde las
alturas, envuelto por un mar de nubes.
Terminé el primer día en la colina de Chisapani, la entrada al parque
natural de Helambu y Langtang, y un mirador sobre el Himalaya en el que
se veían en el horizonte buena parte de las altas montañas de Nepal,
desde los Annapurnas al oeste, hasta el Everest al este.
Los tres días siguientes fui cogiendo y cogiendo altura, rodeado de
bosques de rododendros al principio, para ir pasando a los de abetos. La
ruta que seguía era el camino de los peregrinos al lago de Gusain Kund,
un lugar sagrado para hinduistas y budistas, pues hasta aquel lugar
llegó Shiva en el momento de la creación del mundo para beber el agua
gélida del lago glaciar y con ello, aliviar el escozor que le produjo
ingerir un veneno que le dejó con su característico color azul.
El sendero era agotador porque, en lugar de ir rodeando las montañas
como suele ser habitual, lo hacía atravesándolas por su parte más alta,
así que llegué a la conclusión de que se debía a que era un camino de
peregrinación, y quizás de expiación.
Salvo una chica muy rubia que iba con un guía, y que cuando coincidíamos
nunca me saludaba, todas las demás personas que me encontré por el
camino venían en sentido contrario, y casi todas en grupo. Solo recuerdo
con agrado a una pareja de señores australianos y budistas con los que
paré en la vuelta de una pronunciada cuesta a charlar un rato sobre
budismo y sobre literatura española del siglo de Oro. También fue
estupendo encontrarme con otro montañero, alemán, con el que paré a
charlar del Tibet y a recomendarle que visitara las tierras de Ladakh,
uno de los lugares más extraordinarios y remotos del mundo. El alemán a
su vez me recomendó que me quedara en un alomamiento muy humilde de
Gusain Kund, llevado por una familia de tibetanos.
Bastante cansado, la tarde del cuarto día de excursión llegué al
paso de Laurebina, de 4.610 metros y que daba entrada a la región del
alto Himalaya, y desde donde se podían ver las altas cumbres heladas del
valle de Langtang, fronterizo con Tibet.
Desde aquí comenzaba el descenso hasta Gusain Khund rodeado de lagos glaciares.
Al
llegar al lago había un manantial con unos caños con forma de dragones,
diversos elementos hindúes y decenas de banderas de oración. Más
adelante estaba el templo dedicado a Shiva, y junto a este, vivía un
sadhu, o santón, que permanecía inmóvil todo el tiempo. Según me
comentaron en el hotelito, este señor había renunciado a hablar desde
este verano, durante el último festival de Shiva. Cuando alguien pasaba
por delante suyo, saludaba sacando y elevando de su andrajosa túnica, su
mano derecha, impresionantemente larga, igual que las de algunos
pantocratos románicos ¿Sería realmente así de alargada o era la
impresión que me transmitió?
En el Tibet Hotel, el alojamiento más mísero del lago, lleno de
rendijas, y donde mirando a través de los crujientes tablones del suelo
se podían ver los cimientos, coincidí con una pareja de viajeros
franceses y otra de montañeros italianos que me recomendaron los
alojamientos para los siguientes días para poder convivir con las
familias, pero pasando más penurias: sin luz, sin agua, con frío...
cosas de aventureros locos.
Al día siguiente continué camino, ya cuesta abajo, y salí de la
región de Helambu pasando por un collado de 4.165 metros donde se tenía
un panorama impresionante de las montañas del alto Himalaya. Junto a un
templete hindú y una estupa budista más baja, ambos repletos de banderas
de oración, se podía observar, de oeste a este (o de izquierda a
derecha), entre otras muchas montañas: Daulaghiri, Annapurna I,
Machhapuchhre, Annapurnas III y II, Himal Chuli, Manaslu, Ganesh Himal,
varios picos en terrenos de Tibet, Langtang Lirung y Shisha Pagma, casi
todos estos picos superan los 7.000 y 8.000 metros de altura, ahí es
nada.
Continué a buen ritmo cuesta abajo hasta llegar ese día a Thulo
Shyaphru, una aldea donde me pude asear y lavar la ropa, e incluso
podría haber cargado mis aparatitos si no fuera porque por la tarde se
fue la luz de la aldea, y ya nunca volvió.
El sexto día de excursión me adentré en el valle de Langtang, que va
de oeste a este. Es muy estrecho y está repleto de preciosos bosques y
oradado por un tumultuoso río que fluye desde los glaciares de la parte
alta.
Tal como me habían anunciado por el camino, el trekking de Langtang es
ahora muy transitado por hordas de grupos de turistas-aventureros
agrupados por agencias. Así, para evitar llegar a los asentamientos y
encontrarme sin alojamiento, decidí cambiar el paso establecido y, en
lugar de hacer el camino en tres días, hacerlo en dos, si es que las
fuerzas me acompañaban (claro, de no haber habido hordas de turistas,
también habría hecho la subida en dos días).
A todo esto, mi maltrecho tobillo, que me había retorcido el penúltimo
día del trekking del Everest, me seguía doliendo cosa fina. Si bien por
las mañanas comenzaba muy brioso y desenfadado, al cabo de unas horas
llegaban los dolores, que a veces hasta se transformaban en calambres.
Pero bueno, pude aguantar porque los masajes de la noche y algún que
otro ibuprofeno y antiinflamatorio me relajaban los sufrimientos.
El camino hasta el alto Langtang me resultó algo decepcionante y es que,
junto a los numerosos grupos de visitantes, había además un número
desmesurado de alojamientos y
teahouses que no cejaban de
proponerme que me parara a descansar, a tomar un té, a comer, a comprar
suvenires, a quedarme a dormir. Todos ellos son refugiados tibetanos, o
sus descendientes, que huyeron de su cercano país por el amor
desmesurado de los chinos invasores. Y todos ellos buscan al visitante,
su principal o única fuente de ingresos. En todo el valle solo hay un
pueblo real, Langtang villa, el resto de lugares son alojamientos para
los turistas.
De Langtang villa huí como de la peste, y bastante enfadado, pues quería
haber comprado queso de yak en su fábrica, pero el precio era casi el
doble que en Kathmandu.
Desde el pueblo de Langtang hasta el último
asentamiento del valle, Kyanjing Gumba, había una interminable sucesión
de muros de oración, repleto de losas con mantras esculpidos, y en el
diminuto alojamiento de Kyanjin, con solo dos habitaciones y donde pasé
un par de noches, cené y desayuné en la cocina, muy humilde, y por donde
pasaban familiares y amigos a tomar licor y a calentarse en la lumbre.
El primer día en el hotelito coincidí con dos jóvenes amigos holandeses
con los que estuve charlando durante horas y el segundo, la habitación
la ocupó Vinapati, una mujer india muy bajita y casi anciana, pero muy
aventurera, que iba acompañada con un guía y dos porteadores, y que
primero se iba a adentrar más al fondo del valle de Langtang, y después
quería pasar a la región de Helambu atravesando el altísimo y helado
paso de Chang La, de 5.106 metros. También conversé largamente con ella y
me recomendó que visitara su tierra, el estado francófono de
Pondicherry y la villa espiritualoide de Auroville, cercana a Chennai,
en el sureste de India.
El día octavo del trekking me di una buena paliza. Kyanjing Gumba está
en la base del pico y del glaciar del Lantang Lirung (de 7.220 metros) y
es un lugar precioso y gélido en el que por las noches se hiela el
suelo, los riachuelos y el alma.
Para contemplar todo el impresionante escenario que me rodeaba, lo mejor
era subir al algo distante pico Tserko Ri, de 4.984 metros. Tardé algo
más de 3 horas en llegar a la cima, inflamada de banderas de oración. La
vista desde allí era grandiosa de picos y glaciares, casi todos en la
lejanía. Permanecí una hora y la bajada, en lugar de hacerla por donde
había venido, que era el camino más corto, decidí hacerla dirigiéndome
primero hacie el este, adentrándome un poco por la zona remota del
Langtang.
Esa zona fue explorada por primera vez por Bill Tillman en 1.949, y
hablando con un ganadero de yaks, le mostró una cueva en la que
aseguraba que había vivido una familia de yetis hasta seis años antes.
¿Dónde fue la familia? nadie lo sabe, y yo seguiría sin saberlo, pues
para adentrarme hasta el final del valle, 25 kilómetros más hacia el
norte, habría que ir mejor pertrechado de lo que yo estaba.
El largo regreso por esta variante me produjo una gran alegría por la belleza de este valle misterioso.
De
nuevo en Kyanjin Gumba, siete horas después, aún estaba yo dudando si
subir a otro pico, el pequeño Kyanjing Ri (de unos 4.350 metros) y desde
el que yo suponía, se debía poder ver el glaciar del Langtang Lirung a
tiro de piedra. Iba cabilando sobre este y otros temas cuando vi que un
numeroso grupo de japoneses achacosillos iniciaban su ascenso, así que
ni corto ni perezoso me arranqué y rápidamente los adelanté. Iba yo tan
brioso que me pasé del camino correcto y rodeé la montaña por detrás.
Pero no pasó nada malo, aún así llegué a la cima en 50 minutos, cuando
el tiempo estimado es de 2 horas.
Allí de nuevo el paisaje era maravilloso rodeado de altas cumbres y glaciares.
El
regreso fue ultraveloz y al día siguiente, a pesar de la paliza del
anterior, pretendí, en mi locura montañera, deshacer todo el camino del
valle de Langtang y con ello ganar un día para, a lo mejor, hacer de
seguido otro trekking, el del Tamang. Los guías me dijeron que era
posible, pero poco probable, que lo pudiera realizar.
Efectivamente no pude llegar hasta Shyaphru Besi, al final del valle. Me
quedé a unas pocas horas en una casita en medio de la montaña y donde
vivían una tibetana viuda y su anciana madre. En la casita coincidí con
un montañero francés que había pretendido lo mismo que yo, y que tampoco
lo había conseguido.
El día décimo del trekking, y tras una jornada de lo más relajada,
en la que anduve charlando con el francés y con unas holandesas, llegué
al final de la ruta en Shyaphru Besi, en el camino y a muy pocos
kilómetros de la frontera con Tibet.
Fue en el otro lado de la frontera, en Kyoring, donde Heinrich Harrer
(alias Brad Pitt), pasó nueve meses de sus Siete Años en el Tibet, y
donde dijo que era el lugar donde le hubiera gustado pasar los últimos
años de su vida.
En Shyaphru Besi, ya con coches, motos, camiones y ruido, tuve una
habitación lujosa donde pude ducharme, lavar los pantalones e incluso
cargar las baterías.
Al día siguiente, a las 6h30 de la mañana,
cogí el autobús camino de Kathmandu. El viaje fue maravilloso: botes sin
fin, un frío intenso, polvo a mansalva (de nada sirvió el haber lavado
los pantalones y cambiado de ropa), centenares de paradas para recoger y
dejar mercancías y personas, y para enseñar mi salvoconducto en todos
los puestos militares del camino (que lo chinos acechan). Así, 180
kilómetros y nueve horas y media más tarde, llegué a Kathmandu. Y para
no perder la costumbre, en lugar de coger un taxi, me fui caminando
hasta el centro con mi mochila y ayudado por mi bastón con bandera de
oración tibetana. Cuarenta minutos después me volví a alojar en el hotel
Puskar, esta vez a un precio más barato por aquello de que ya me
conocían y porque aseguraba que me iba a quedar allí una buena cantidad
de días.
Y sí, efectivamente, hice fotos, algunas de las cuales las podéis contemplar en este
SUPERENLACE.
Y qué más os puedo contar: que por aquí ya se empieza a notar el
fresco y que estoy pensando poner en manos de un profesional mi tobillo,
porque pasado mañana me marcho a Lumbini para un curso Vipassana de
meditación de diez días y no quiero que me esté doliendo cada vez que
intente ponerme en la posición del loto, una postura que creo que tendré
que mantener como doce horas al día.
Por cierto, en Nepal estamos de fiestas, es algo así como la navidad y
parece que también se acerca su año nuevo. Pero cuando estuve la otra
vez, en mayo de hace un par de años, también lo celebraban. Me da a mi
que esta gente celebra el año nuevo dos veces... extraño ¿verdad?