domingo, 28 de octubre de 2012

Aventuras en el camino del Everest

Ya he regresado del Everest y estoy bien.  Para que sepáis qué tal me ha ido, aquí os hago una descripción exhaustiva y apasionada de mis aventuras. Es un texto largo, como es habitual en mi, pero al final hay un enlace a las impresionantes fotos que me han salido. No es mérito mío, lo es de la madre naturaleza.
Ahí va:
El trek del Everest lo he realizado en un total de 25 días, incluyendo los dos de autobuses de Kathmandu a Jiri y vuelta, una tortura de 9 horas en una lata con ruedas sobre una carretera de baches, agujeros y miles de curvas.
Los primeros días del treking (y los últimos) recorrí las sierras boscosas del himalaya de oeste a este. Cada día había que superar un par de collados, subiendo y bajando por senderos una y otra vez. Esta es la parte más dura del treking, pero merece la pena porque se avanza por el camino comercial que une los valles y los enlaza con el alto himalaya y con Tibet.
En esta primera parte había pocos turistas, siempre había disponibles múltiples alojamientos y los precios eran más que correctos. Se atraviesan pequeñas aldeas budistas con sus banderas de oración y sus estupas, con gentes casi siempre simpáticas.
En seguida que pude me hice con un bastón hecho de bambú al que le coloqué una bandera de oración tibetana azul que atrae la buena suerte.
El segundo día, tras atravesar el paso de Lamyura La (de 3.530 metros), se entraba en la región Sherpa de Solu Khumbu.
Yo iba a mi característico ritmo medio veloz sin parar casi nunca, e iba coincidiendo de vez en cuando con un padre e hijo neozelandeses y con un par de israelitas, mientras que me cruzaba con esforzados porteadores que transportan mercancías desde un pueblo a otro. Algunos hasta llevaban enormes vigas de madera para la construcción de casas.
En Kharikhola (día 6), el camino gira hacia el norte y se va adentrando entre las montañas cada vez más altas, es la región de Khumbu. Aquí, los preciosos bosques de rododendros van dejando paso a los altísimos abetos.
En Lukla la cosa cambia. Es este lugar una elevada meseta a 2.840 metros donde hay un aedrómo al que llegan la inmensa mayoría de visitantes en un viaje de 140 dólares y 25 minutos desde Kathmandu. Desde este punto comienzan a caminar los grupos de numerosos montañistas adinerados, gordinflones, de mejillas sonrosadas, boca entreabierta y de mirada de cordero degollado (por supuesto, estoy exagerando). Todos van con sus guías y sus porteadores, también llevan mulas y yaks transportando sus pesadísimos equipajes.
La siguiente parada es Namche Bazar, la capital sherpa, una población en herradura colgada en un elevadísimo valle a 3.440 metros y rodeado de picos de 6.000.
Aquí ya iba haciendo un frío de impresión en cuanto atardecía o las nubes tapaban el sol. Después de tantos días de caminar entre pequeñas aldeas, resultaba chocante encontrar decenas de tiendas, bares y discotecas, música y ruído por las calles, y claro, muchos turistas perfectamente disfrazados de montañeros profesionales.
En Namche me costó una barbaridad encontrar alojamiento, todo estaba abarrotado: es lo malo de venir en temporada alta. Un hombre me ayudó a encontrar sitio en un hotel que todavía estaba sin terminar de construir. Allí estuve en la mejor habitación de todo el recorrido aunque eso sí, era gélida, y más aún su perfectamente equipado baño que hasta tenía espejo, pero sin agua caliente. Eso no fue óbice para que me diera una ducha a 4ºC en la que casi me da un patatús al aclararme el pelo de lo fría que estaba el agua.
La suerte hizo que en el mismo hotel estuvieran alojados tres aguerridos montañeros españoles (Sergio, Miguel y Antonio), que tenían pensado hacer el mismo recorrido que yo tenía en la cabeza, más la subida al Imja Tse o Island Peak (6.189 metros), y en seguida me invitaron a unimer a ellos.
Aún permanecí un día más en Namche como día de descanso y aclimatación, pues los días que vendrían a continuación serían cada vez más altos y más fríos.
Desde Namche nos dirigimos hacia Gokyo en tres días, un lugar a 4.790 metros de altitud con la figura impresionante del Cho Oyu (8.201 metros) y sus glaciares.
En esta zona y la de los siguientes días de cotas tan altas ya no había pueblos, sino asentamientos con alojamentos para montañeros y turistas. Aquí los precios de los alimentos se disparaban y el frío penetraba por cada rendija. Las ventanas de las habitaciones y el agua de las cantimploras se congelaban por las noches y no había grifos donde coger agua o lavarse. Aún así, me las apañé para asearme utilizando los cubos para las letrinas, que uno es un gentleman, aunque algo agañanado.
Aunque los lugares estaban abarrotados, nosotros no teníamos problemas con el alojamiento porque los porteadores de mis colegas se adelantaban cada día y, utilizando sus influencias, nos reservaban un par de habitaciónes. Pero esto no suponía que nadie se quedara a la intemperie y muriera congelado: siempre quedaba la opción de quedarse a dormir en el salón, y este era el mejor sitio porque la estufa mantenía, al menos por unas horas, el lugar medianamente caliente.
Desde Gokyo ascendí al Gokyo Ri (5.360 metros) desde donde se tiene una impresionante vista del Cho Oyu y sus glaciares, del Everest, Lhotse, Nuptse, Makalu, Ama Dablam y muchísimos más picos de nombres para mi  desconocidos, pero de porte espectacular.
Después había que atravesar el glaciar del Cho Oyu y subir por una fuertísima pendiente para cruzar el altísimo collado de Cho La (5.420 metros) y bajar por un glaciar hasta encontrar una de las vistas más espectaculares del planeta: un profundo valle glaciar descendía en dirección sur-sureste hasta que, en la lejanía, era interrumpido por la afilada mole del Ama Dablam (6.856 metros). Mientras, a la derecha se alzaban con brutal verticalidad las paredes del Arakam Tse, del Cholatse y del Taboche, todos de seismil y pico metros. La belleza impactante de este espectáculo petreo me dejó paralizado y durante un rato, estuve extasiado contemplándolo mientras mis compañeros seguían su marcha.
El siguiente destino retomaba la dirección norte para llegar hasta Gorakshep, en los alrededores del campamento base del Everest y del glaciar Khumbu.
Rodeados de altas montañas y con el Pumo Ri (de 7.160 metros) presidiendo la vista al norte, llegamos a Gorakshep y esa misma tarde subimos, a pesar de lo nublado del cielo, al monte Kala Pattar (5.550 metros), el lugar que ofrece la mejor vista posible del Everest, Lhotse, Nutse y del Pumo Ri y de los glaciares que recogen todo el hielo de este mundo helado.
El Tibet está a tiro de piedra y es hasta factible llegar a él cruzando el collado Lho La (de 6.026 metros) en el camino de ascenso al Everest.
Como la tarde estaba nubosa y no me permitía ver con todo detalle el grandioso y emocionante espectáculo de mi alrededor, quise subir de nuevo al Kala Pattar a la mañana siguiente mientras mis compañeros seguían camino a Dingboche, en la base del Ama Dablam.
El nuevo ascenso y la contemplación de la salvaje belleza del lugar, me volvió a producir una gran emoción que mi débil corazón casi no pudo soportar. Allí entablé conversación una pareja de señores checos que me invitaron a un trago de whisky para celebrar tamaña conquista.
Sin dilación excesiva regresé a Gorakshep y en solitario me dirigí hacia Dingboche donde me reuní con mis amigos. Y para celebrarlo, me di una ducha de agua caliente (que se estropeó a la mitad) y me comí un filetito de carne de yak.
Al día siguiente llegamos hasta Chukhung, donde mis amigos se prepararon para ascender al Imja Tse y yo me subí en solitario al Chukhung Ri (5.550 metros) que me dejó turuleto por la escasez de oxígen, por sus fuertes pendientes y porque uno ya iba un poco cansadete.
Las vistas desde este lugar eran de nuevo espectaculares, todo rodeado de glaciares, con las caras sur del Lhotse y el Nuptse, con el Imja Tse y con el Makalu en la lejanía, y delante, la afilada figura del Ama Dablam.
Aquí dejé a mis compañeros que ascendieran valientes las heladas aristas del Imja Tse. Yo no lo haría por la excasez de mi equipamiento y de presupuesto (que por aquí, subir un pico de más de 6.000 metros sale bastante caro).
Ya solo, seguí camino a ritmo endiablado y en un día de 9 horas de caminata hice el trayecto Chukhung - Namche, y al día siguiente llegué a Lukla.
Si a la ida todavía albergaba alguna duda de si regresaría en avión, al llegar aquí ya no tenía ninguna, lo haría caminando. La parte menos transitada del trekking era tan bonita que sería una falta de consideración y una ruptura del encanto huir miserablemente dando un salto aéreo.
El regreso por los bellos valles boscosos y sus duras y empinadas cuestas fue rápido y plácido si no fuera porque el penúltimo día de treking, a las afueras de Kinja, en un lugar donde el camino se rompía al haberse desprendido la montaña, pisé una piedra traicionera que se deslizó, y con todo mi impulso y peso, me hice un fuerte esguince en el tobillo derecho con "clack" de tendones incluido. Esto no me detuvo ni lo más mínimo porque sabía que si me paraba un poco, el pié se me quedaría frío y ya no podría caminar. Todavía me quedaban 4 horas de duro sendero cuesta arriba. Entre fuertes dolores finalmente conseguí llegar a Bhandar y en lugar de irme directamente a la posada, me metí en la ceremonia del monasterio budista. Cuando salí de allí me había quedado tan frío que no podía caminar y el tobillo tenía las hechuras de media pelota de tenis.
Me di una ducha de agua caliente y luego me hice un poderosísimo y aún más doloroso masaje en el tobillo con bálsamo de tigre que me dejó descompuesto y tiritando, pero con buenas sensaciones de que la articulación podría seguir funcionando.
El día siguiente lo dediqué a descansar, a seguir dándome traumáticos masajes y a leer al doctor Carl Gustav Jung.
El día 25 reanudé la marcha como si tal cosa hasta Jiri, y aunque llegué con el pié bastante dolorido, mi sorpresa fue que pude caminar prácticamente normal. La duda entonces fue ¿qué es más sanador, el bálsamo de tigre o mis propias manos?
El día 26 a las seis de la mañana, cogí en Jiri un autobús que tras un trayecto infernal, y entre enormes estrecheces, me dejó en Kathmandu a las tres de la tarde.
Caminando llegué hasta el barrio del Thamel donde me volví a alojar en el hotel más cutre de toda la ciudad, el Puskar.

Resumiendo: que estoy contento, morenito y delgado como un palillo.

Y si no creeis lo que os he contado, aquí os enlazo unas fotos para que veáis que, al menos, parte de lo dicho es medio cierto:



Besos,
Juanj.

PD: estos días que llevo ahora en Kathmandu no son solamente de descanso, son también de gestiones. Además de traspasar fotos, redactar estos escritos, y lavar ropa, tengo que ampliar mi visado de Nepal, sacar los permisos para mi próxima aventura: el trekking del Langtang y Helambu, y comprarme una chaqueta de plumas y unos guantes para no pasar tanto frío. !Ah! y debo seguir masajeando mi tobillo para devolverlo a su antigua majestuosidad.

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