lunes, 10 de diciembre de 2012

Meditar en Lumbini

Me encuentro en Bodhgaya, tras pasar una semana en Benarés donde viví grandes aventuras y caí enfermo y me volví a recuperar como si nada. Pero antes de todo eso, hay que contar historias meditativas.

Tras dejar Kathmandu me dirigí a Lumbini, en el sur de Nepal, junto a la frontera con India.
En este lugar nació hace 2.500 años Siddharta Guatama, el buda. Las ruinas de su palacio fueron redescubiertas hace algo menos de medio siglo gracias a unas excavaciones arqueológicas que sacaron a la luz unas inscripciones esculpidas en un pilar y que indicaban el lugar exacto del nacimiento. A partir del descubrimiento las naciones budistas del mundo fueron invitadas por Nepal y la ONU a construir allí sus templos y monasterios.
En Lumbini pueblo alquilé una superincómoda bicicleta y visité el lugar que exhala tranquilidad y espiritualidad por un lado, y por otro algo de fealdad y cutrez. El Lumbini complejo espiritual es mitad parque, mitad solar. Es una zona algo pantanosa y boscosa y está plagada de mosquitos, está a medio construir y algunos de los edificios son como cutres.

El día 18 de noviembre me dirigí al centro de Vipassana, que estaba situado en el peor lugar posible de Lumbini: justo a su principio, junto a la parada de autobuses, taxis y motocicletas y anexo a un gran y ultrarruidoso motor para generar electricidad. Además, el centro es de arquitectura cochambrosa de ladrillo y cemento. Menos mal que tiene un estanque con lotos, zona ajardinada, arbolitos, cuervos y murciélagos gigantes.

Fue muy duro, pero conseguí soportar los diez (realmente once) días del curso de meditación. Estuve a punto de abandonarlo, me faltó un poquito de nada, pero aguanté. ¿Qué es más duro, ir y volver del Everest en 25 días de largo caminar o estar 10 días sentado en el suelo intentando no moverte y pensando en nada? Para mi, sin duda, la meditación. Vereis porqué.

Vipassana significa en la lengua pali, la que se hablaba en India hace 2.500 años, ver las cosas tal como son. Esta técnica de meditación fue desarrollada por Siddharta Gautama, el Buda y fue la que le permitió, tras años de silenciosa y dura meditación, alcanzar la iluminación, o nirvana, la sabiduría suprema, el desapego a todas las miserias del mundo, y por ello conseguir romper la cadena de reencarnaciones.
La meditación consiste en observar el propio cuerpo de forma sistemática e incansable. Y es esto, y solo esto, lo que el Buda enseñó a sus discipulos. Así que el buda no enseñó ninguna religión, ningún rito, ninguna creencia, dogma o idea fuera de la de obsérvate a ti mismo y se ecuánime y un poquito sensible e inteligente.
(Por cierto y para quien no lo sepa, un buda no es un dios, es una persona que ha alcanzado la iluminación, así que un templo con cientos o miles de budas no representan uno o centenares o miles de dioses, sino a aquellas personas que han alcanzado la iluminación. El budismo es ateo, no tiene dios o dioses, aunque claro,... la iconografía resulta engañosa).

La meditación se basa en tres principios: impermanencia, eliminación del sufrimiento y eliminación del ego, pero el principio fundamental es el de la impermanencia, que el meditante debe experimentar siempre: todo cambia constantemente, nada es permanente, nada es para siempre. Pero para poder entender la impermanencia hay que seguir de forma estricta y diligente las virtudes de la moral, la concentración y la sabiduria.

El curso es una entrada por la puerta grande de la meditación. Quizás quien haya intentado meditar, le haya dedicado media hora hace dos meses, veinte minutos la semana pasada y ayer solo un cuarto de hora porque llamaron por teléfono. Aquí la cosa va en serio. Al llegar al curso hay que dejar en una consigna todos aquellos objetos que puedan desviar la atención: ordenador, cámara, teléfono, libros, cuadernos, bolígrafos, lapiceros de colores. Durante los diez días que dura el curso no se puede hablar con nadie, tan solo si hay alguna duda, con el profesor. Tampoco se puede mirar a nadie a los ojos, hay que actuar como si se estuviera solo.
El horario es muy esclarecedor: la campana sonaba a las cuatro de la madrugada para estar en la sala de meditación a las cuatro y veinte, y nos daban las buenas noches a las nueve. En todas estas horas había una hora y media para desayunar y descansar a las seis y media de la mañana, dos horas para almorzar y descansar a las once de la mañana, y una hora para merender/cenar a las cinco de la tarde. Durante la jornada lo normal era parar cinco minutos cada hora para estirar un poco los doloridos cuerpos, pero había tramos de una hora y media o de dos horas seguidas de meditación.
La comida no era muy variada, todos los días se almorzaba y cenaba lo mismo, el desayuno iba cambiando, pero cada día era peor... un cuenquecito de lentejas picantes para desayunar no es lo que más me suele apetecer, pero en fin, aquello era exactamente una prisión meditativa.
El primer día de meditación había que concentrar toda la atención en la respiración, todo pensamiento debía ser eliminado para centrarse tan solo en el proceso respiratorio. El segundo día se afinaba un poco más y había que concentrarse tan solo en las sensaciones de la respiración en el área de entre el labio superior y la nariz, sintiendo el aire pasar. El tercero la concentración debía centrarse tan solo en la sensación del paso del aire por el borde de los orificios de la nariz. Este proceso de afinación va dirigido a sensibilizar cada vez más la mente con las sensaciones sutiles del cuerpo porque el cuarto día comenzaba la autentica técnica Vipassana: había que ir recorriendo con la mente de forma concentrada e incansable cada punto de la superficie del cuerpo, desde la cabeza a los pies. No había que dejarse nada fuera y había que sentir cualquier sensación  por leve que fuera: calor, frío, tensión, temblor, agitación, roce... Cuando se llegaba a una parte del cuerpo donde se tenía una clara sensación se pasaba rápido a otra parte, pero si no se sentía nada, había que mantener la concentración hasta dos minutos. Las sensaciones había que observarlas con total ecuanimidad, sin involucrarse con ellas, fueran agradables o desagradables. Si surgía una sensación en otro lugar del cuerpo, normalmente un dolor o un picor, no había que atenderlo hasta que le llegara su turno. Si cuando se llegara a ese lugar persistía la sensación, se observaba, si había desaparecido, pues adios muy buenas.
A partir del cuarto día además había que estar totalmente inmóvil, como una estatua, una hora tres veces al día, para profundizar aún más en la meditación y para fortalecer la voluntad.
En los días sucesivos se iba refinando la técnica de meditación. Al principio se iba observando cada zona del cuerpo por partes, pero luego, si era posible, se debía hacer de forma continuada, como un barrido ininterrumpido por todo él: cabeza, cara, hombro, brazo y mano derecha, hombro, brazo y mano izquierda, cuello, pecho, abdomen y gitanales, nuca, espalda y bullarengue, pierna y pié derecho, pierna y pié izquierdo.
Más tarde la técnica continuaba haciendo el barrido mental de arriba a abajo y luego de abajo a arriba, sin saltarse ninguna parte del cuerpo. Después había que meditar en las dos mitades del cuerpo de forma simétrica, de arriba a abajo y de abajo a arriba.

Para meditantes avanzados la técnica seguiría examinando el interior del cuerpo, cada órgano, cada parte, cada milímetro cúbico, hasta poder explorar el cuerpo en su totalidad. Siddharta Gautama llegó a profundizar más allá de los átomos y dijo que el universo está formado por unas partículas ultraminúsculas llamadas kalapas, que a su vez forman las partículas subatómicas. Estos kalapas son la agregación de las características de la materia, y tan pronto se forman, desaparecen, un trillón de cambios de los kalapas son el parpadeo de un ojo, y como es que los kalapas cambian a cada instante, los átomos cambian a cada instante, toda la materia está en proceso continuo de cambio, la vida, el universo, todo cambia constantemente desde su más profundo origen. Por ello nosotros, tras un instante, ya somos otros, el ego, el apego no tiene sentido, todo cambia sin parar, lo que en un momento o bajo unas circunstancias nos resulta agradable, después nos puede paracer indeseable.

Se alcanza la sabiduría examinando el propio cuerpo porque todo lo que sabemos del universo, de los demás, todo, es porque pasa por nuestras sensaciones. Cuando tenemos un anhelo, un problema, una tensión, un recuerdo, cualquier sensación, provoca inmediatamente un cambio en nuestra respiración y nos provoca una reacción en nuestro cuerpo. Así, observando incansablemente nuestras reacciones, de forma ecuánime y dándonos cuenta que todo cambia, vamos desactivando nuestro problemas, nuestras tensiones, vamos ganando en tranquilidad, en equilibrio, en inteligencia porque la observación de cada reacción de nuestro cuerpo es la anulación de una atadura, de un problema, de una miseria.

A estas alturas de la narración pensaréis que yo ya debo estar camino del nirvana. Pues no amigos, estoy más o menos donde estaba, aunque algo más dolorido.
Según llegué el primer día a la sala de meditación y me senté cruzando las piernas sentí un agudo dolor en mi tobillo derecho. Me había hecho un esguince el penúltimo día de excursión al Everest y había seguido caminando; luego continué de excursión por las regiones de Helambu y de Langtang y no paré hasta que llegué al curso de Vipassana. En Kathmandu fui a un spa para que me masajearan el tobillo, pero solo me lo acariciaron.
Así, con el esguince todavía en mi tobillo, el estar con las piernas cruzadas me resultaba de lo más doloroso y solo aguantaba unos diez minutos antes de tener que cambiar. Sucede que esta posición de meditación, para aquel que está acostumbrado, como le sucede a la mayoría de los habitantes de Asia, es la postura más cómoda, y todas las demás son peores. Si para mi poco flexible cuerpo el estar así sentado ya era todo un reto, imaginad con el esguince. Y cada postura alternativa que intentaba era menos dolorosa, pero más incómoda y peor para la salud de mi cuerpo. Así, según fueron pasando los días me iba acostumbrando más a la posición de meditación y el tobillo me iba doliendo menos, pero a la vez la espalda me iba doliendo más.
Lo peor llegó cuando a partir del cuarto día había que estar una hora sin moverse... yo que apenas aguantaba diez minutos... La primera vez aguanté la hora entera pero con grandes dolores de póm-pís y de espalda: no lo hice en posición de meditación (imposible) sino sentado agarrándome con los brazos las rodillas. Pero por la tarde y al anochecer ya fue imposible por lo dolorido que tenía el cuerpo. Al día siguiente, al intentar de nuevo no moverme durante una hora en una posición muy incómoda, me acabé contracturando la espalda, uno de los músculos saltaba tanto que parecía que se quería volver a casa volando. Así que al día siguiente y entre grandes dolores de espalda, de articulaciones, de tobillo, de bulla y de todo, pensé que abandonaba el curso: llevaba un día entero sin meditar ni un segundo atormentado con los dolores. Le dije al profesor si por favor, me podía apoyar en la pared, pero al principio no me entendió y luego me dijo que mejor lo dejara para el día siguiente.
Pero entonces, en cada descansito, empecé a hacer ejercicios de yoga centrados en la espalda y esta dejó de dolerme tanto y pude aguantar hasta el final del curso, aunque seguí moviéndome más que un rabo de lagartija.
Con tantos dolores e incomodidades mi meditación no fue muy.... profunda. Hablando con otros compañeros al finalizar el curso, casi todos ellos las pasaron canutas, pero yo debí de ser el más dolorido y menos aplicado de los alumnos. Aunque sí que conseguí meditar a trompicones, primero en la respiración y luego en el cuerpo, la mayor parte del tiempo la pasé con la mente flotando en los mundos de yupi o pensando en cambiarme de posición para evitar los dolores que iban apareciendo por buena parte de mi cuerpo. Y creo que si pude meditar en mi cuerpo un poquito fue porque lo tenía tan dolorido que era muy fácil sentirlo.
Llegué a la conclusión de que si el buda hubiera nacido en España habría hecho la meditación en un sofá, en una tumbona o al menos, en un taburete de mimbre.
Cada día, además de la meditación, nos ponían un video del profesor Goenka, un hindú nacido en Birmania, y que es el señor que ha vuelto a difundir la técnica Vipassana, que había quedado recluida en un par de monasterios birmanos mientras en los últimos 2.000 años el budismo evolucionaba desde una técnica de meditación a un sistema religioso, perdiendo su efectividad para alcanzar la iluminación. Cada tarde se nos explicaba cómo debía ser la técnica de meditación para el día siguiente y nos contaban distintos detalles de la forma de vida que implica el Vipassana. También en muchas fases de la meditación se acababa con una grabación sonora del profesor Goenka recitando o cantando en pali las enseñanzas del buda. El señor Goenka, que en sus discursos era muy gracioso, cuando cantaba lo había tan mal que a mi me ponía los pelos como escarpias. Lo peor era de seis a seis y media de la mañana, más de media hora de cantos de voz ronca y entrecortada que parecia que nunca iban a acabar. Creo que a este señor nunca nadie le dijo lo mal que cantaba (como me lo encuentre yo un día, se va a enterar).

Y así pasaron los once días de meditación. El último ya se podía volver a hablar con los compañeros. Al principio me daba pereza abrir la boca pero desde que lo hice no paré de hablar, estaba desbocado. Resultó que había en el curso dos barceloneses, un chileno y un italiano que sabía castellano y estuvimos charlando de forma desenfrenada.

Tras abandonar el curso de Vipassana aún me quise quedar un día más para terminar de visitar la extravagante tierra de Lumbini y para pasar la noche me fui al monasterio coreano, un lugar horripilante de cemento donde daban alojamiento y tres comidas al día por tres euros. Allí me alojaron compartiendo habitación con dos compañeros del curso, uno alemán y otro francés y los tres nos queríamos dirigir al día siguiente a Benarés.
A pesar de lo horripilante del monasterio coreano, las ceremonias del anochecer y del amanecer, con los monjes cantando guán-chín-chún-tán-guán-chuán o así, y tocando una campanaca y luego un cuenco de madera, y el templo solo iluminado por velitas de grasa, era algo impresionante.
Así que para no perder la práctica, a la mañana siguiente me levanté a las cuatro y media de la mañana para ver la ceremonia, luego meditar una horita de nada y finalmente desayunar arroz con arroz, más un poquito de té.

Tras esto, recogí mis pertenencias y con mis dos amigos y otra chica, también del curso de meditación, nos fuimos camino de la frontera de India dirección a la sagrada Benarés. Historia que contaré en otro capítulo, que se me acaban las letras por hoy.

Y para que no todo resulte palabrería, aquí van unos FOTACOS.


PD: Ir al curso de Vipassana y luego no seguir meditando por el resto de tu vida no tiene sentido. La recomendación es hacerlo dos veces al día, una hora cada vez, a la mañana y a la tarde. Yo sigo meditando, pero lo sigo haciendo igual de mal.

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